sábado, 11 de octubre de 2008

Simulacro 4 - Primavera - Verano 2003

I.

Es la primavera
del amor lo más adverso.
No cede a la fuerza de mi abrazo.
¡Más aún!
Rápida desprende un aroma,
que me embota la mente.

Embriagado en esta burbuja fragante,
cualquier acto mio, como si lo soñara,
es irrelevante.
No hay más fuerza en mis pasos,
ni puedo pensar con este sudor frío en la frente.

Resiste.

II.

Es mejor bailar que amar, en estas fechas.
Mejor dejar que mis pies dancen
llevados por la música.
¡Vértigo!
Aún más lejos doy mis zancadas,
si más libertad les dejo.

Flotar por la telaraña densa, olor;
levantar la mirada, henchir el pecho.
Tremendos saltos doy de hilo en hilo.
No hay más que un olor,
entre las hebras de espejo.
Ricos matices rezuman, espesos.

Desiste.

¿Tiene reflejo el olor?
Todo lo bello es curvo, no recto.

III.

El hombre no distingue un tablón de madera de un tronco,
todo le parece lo mismo: rígido, muerto.
¡Que aprenda de acción el hombre!
Muchos hay que no saben florecer
y descargar en el mundo su esencia.
Muchos que no huelen a nada.
Vacíos, débiles, inútiles cuerdas intangibles
para mis manos tañedoras.

No son peso para lo que yo llamo soportar,
mas su pesadez engorda
y engorda su fragilidad.
¡Por ahí van arrastrando los pies!
Más fuerte es el que más carga, carga y descarga.
Pero antes debe conocer cómo sostener sus huesos.
Dicen que no pueden ni con su alma,
pero yo no cargo con algo inútil, no soy de esos.

IV.

No es de mi deseo, mi fuerza la primavera,
sino viceversa.
¡No se deja!
Que hay mejor que amar a la vida;
esa es mi fuerza.
Que el trigo ondee, ondule libre con el vendaval, lozano;
ese es mi deseo.
Más vida han sembrado huracanes que cierzos.

La fuerza es incontestable,
pues no hay contestaciones que dar:
no es palabra, no es verborrea, no es locución;
sino olfato, timbre, carne en movimiento.
Mis actos generan reacción
allá donde los invierto.

El deseo es incontenible, es mi meta.
Contener la fuerza que lo empuja, por miedo,
es poner la mano en el fuego;
una tontería, porque el fuego quema.
Mas mi fuerza no es una llama.
Podría tornarse un infierno;
más dañino que las quemaduras es el resentimiento.
Toda reacción sin motivo, implica arrepentimiento.

V.

Deseo, ya no resistes.
He amado libre a la vida, la he abrazado,
y como la hierba fresca bajo mis pies, cedes.
No malgastas más esfuerzos en vano.
Te vas haciendo flexible, más vivo.
El cascarón te parece rígido, inerte.

¡Rompe esa dura coraza!
Al salir, se tú un continente.
Tu límite, todo lo que no contienes.
Divagas, asombrado ante la inmensidad.
No estás desorientado,
sino que has visto por primera vez
un abismo fuera de ti y no dentro.

No tendrás costas para que todos los océanos puedas abarcar,
no hay vacío que te contenga ahora, continente.

VI.

Brusco fue el primer empujón.
"Antes de levantarte,
debes aprender a caer."

¡Que golpeen fuerte tus huesos contra las rocas!
¡Que el estrépito de tu mediodía
haga estremecer las olas hasta mi balsa
y se alcen granates, violentas;
anunciando tu tempestad!
Que cuando te alces por encima de mi
seas armonía, atardecer, contraste,
cadencia de mis melodías.

VII.

Deseo, ya no derives, pues anochece.
El cielo endulza de malvas y bemoles el mar que la luna deja salado.
Chispean dorados adoquines desde el irremediable ocaso.
Se han convertido los océanos en nuestro río.
Quiero remontarlo contigo, estrechar su caudal, hacerlo sólo tuyo y mío.

Saldremos a pasear por él esta noche de verano.
Te llevo al puente donde suelo estar.
Si un día me buscas, ahí, bajo las estrellas, me encontrarás.
Te mostraré, cuando se haya puesto el sol, un eco pasado.
Deja que se acallen los últimos rayos solares.
Espera que los ojos de cuanto está vivo, vayan a descansar.

Es de noche.
Escucha, y verás.

¿Qué infierno me impongo a mi mismo
cuando paseo solo, en la noche, atento?
¿Qué tipo de condena es escuchar, sobre el puente, el arroyo
para el que puede caminar sobre las aguas sin mojarse los pies?
Sisean las hojas, bailan,
me siento y noto fresca la roca.
Bajo hasta la orilla, tarareando.
Sonrío al ver en el agua que, quien hizo el mundo, lo hizo también al revés.
Lo que me rodea en el reflejo, también murmura o espía.
La soledad... es una utopía.
¡No existe!
A los que admiro, a los que aspiro,
y a sus inmensas miradas, (de las que cada segundo, algo me pierdo),
les impondría mi mismo castigo:
no necesito pensar en su ausencia,
la vivo.

¿No te parece una penosa ironía?


He gritado esto mismo mil veces.
Nada, en una u otra orilla,
parece oír mi voz.
Es el rumor del arroyo,
que lo asimila y lo canta con su murmullo colina abajo.
Es el rumor de otra gente lo que separa
mi jardín primavera de mi noche estival.

Mira las estrellas.
Mira quién hubo allí arriba.

Les delatan sus parpadeos.
Curiosidad y miedo sentirían,
cuando, como un adolescente a una mujer, sola en su alcoba,
rodeados de una vasta negrura,
por un agujerito,
me miran.

También ellos me cubrirían de besos,
esperando ser por vez primera correspondidos.
Pero no pueden, o pronto se hará de día.
¡También al día lo llaman destierro! ¡También lo llaman condena!
Es escondrijo, huída, por no soportar sus esperpentos.
De los dioses me río,
en la medianoche, en su mediodía.

Me río de la luna, pues desvela sus anhelos
y su incapacidad para hacerlos verdaderos.
Qué gran acceso a la vida, a sus misterios,
mas no hay dios que mire, por temor, en la noche,
por el mayor de los agujeros.


Me remito a la física,
a la ciencia y a todos sus modelos,
si digo que hoy en día son los mejores,
que no por eso los ciertos.

Lejos aún está el día, en que acabe el tintineo de las estrellas.
Lejos la noche en que contemple su último parpadeo,
y ante lo que vean en mis ojos, mueran.
Pero en estos parajes de murciélagos existo,
eso es lo verdadero.
Quiero decir que están bien muertos,
porque bien vivo está lo que me rodea,
y, rozando mi piel, se escribe el tiempo.


VIII.

Tu aliento ha escrito un escalofrío en mi piel.
Mis dedos han dibujado en tu espalda
la certeza de que estoy contigo.
A veces, mi ausencia, ha trazado lágrimas en tus mejillas,
que apenas he compartido.
Soy egoísta.
Tu abrazo, dormida, sobre mi pecho,
acabamos de escribirlo juntos.

Aspiro ligeros matices de tu pelo
mientras se desenreda el humo
de tu cigarrillo a medias.
Adormecido, escupo en el río,
sonrío y digo:
Aquí nace el agua
que bañará todas las orillas,
que bebe del deshielo de la primavera,
allí abajo, en las cimas.

lunes, 6 de octubre de 2008

Simulacro 2 - A y E

Prólogo

A y E eran una pareja típica madrileña. Su vida se desarrollaba en el barrio de Salamanca, y en los paseos matutinos aprovechaban para hacer recados y relacionarse con la vecindad. Cogidos del brazo, con paso tranquilo y elegante pose, pasaban todos los días por los aledaños del parque, frente a su casa.
Una casa grande, de familia acomodada, pero de aquellos años. Un pasillo larguísimo separaba la cocina, los baños y un par de dormitorios, todo ello destinado a la prole y al servicio; de un despacho, un dormitorio grande y un enorme salón, donde A y E pasaban la mayor parte del tiempo. Siempre me llamó la atención el contraste enorme de iluminación. La zona de los señores se abría a la calle y al parque con lo que disponían de luz natural. Sin embargo, el resto de la casa parecía siempre coartada a la luz artificial y los escasos rayos de sol que iluminaban un triángulo de alguna estancia, durante unos pocos minutos al día, y según la estación.

I

Me di cuenta con el tiempo de que la mayor parte de cosas que sabía de A y E las había supuesto años más tarde, cuando pude dar paseos por mi cuenta por aquel barrio y veía a otras parejas parecidas a ellos. Sabía con absoluta certeza que aquella era la forma de vida y de comportarse de mis abuelos.

Lógicamente, algo sabía de ellos, y habíamos convivido bastante dentro de lo que cabe: en navidades y ocasiones de ese tipo. Pero no dejábamos de ser una visita y ellos seguían, como buenos madrileños responsables, encargándose de sus quehaceres, tan sólo dejando lugar para la charla a últimas horas de la tarde. Para aquel entonces eran debates demasiado adultos para mi, un mocoso, y prefería entretenerme con cualquier cosa en otros rincones de la casa (por todos los rincones, diría yo).

Recuerdo escasos detalles de E, como su cuerpo redondito y sus bien plateadas canas. Recuerdo el sabor de su tortilla francesa y las peras que nos daba, verdes por fuera y de un blanco puro en su interior: siempre frescas. Sonriente cuando trataba con micujos como nosotros, era la encargada oficial de darnos los regalos y las propinas. Oficial pero siempre a escondidas de A, que tenía fama de racanete. Pero si hay algo que recuerdo de E con nostalgia es su voz, que era aguda pero no chirriante, y siempre de un volumen próximo al de una nana. Era como una flauta: dulce, limpia y cantarina, alegre.

A siempre se levantaba a las 9 en punto de la mañana. En seguida, lo primero que yo escuchaba en la casa era la maquinilla eléctrica de afeitar que él usaba. Para cuando me había levantado, después de remolonear, A ya volvía con el periódico y el pan. Le encantaba relacionarse con sus conciudadanos, aunque con las lógicas reservas de una familia correcta y discreta. Cuando volvía ya comenzaban a hacerse las tareas de la casa y él se sentaba traquilamente en su despacho, a espaldas de la ventana, a leer el periódico. Allí además escuchaba los sonidos provenientes de su adorado parque. Un gran parque de imponentes árboles centenarios, poblado por cien y mil criaturas. Las ardillas jugaban a sus anchas allí y compartían hábitat con multitud de paseantes y con otros animales salvajes como patos, ocas, cisnes, lobos, leones, osos, hipopótamos, rinocerontes, jirafas, elefantes y lagartos enormes. O así lo imaginaba yo de pequeño. El caso es que a A le encantaba aquello y se sentía un privilegiado por poder vivir tan cerca de semejante parque en el centro de la mayor metrópolis española. No lo he comentado, pero A tenía un carácter muy fuerte, propio de las personas que han pasado momentos muy duros. Pero E fue su bálsamo todos aquellos años, su contrapeso, y él sólo tuvo, secretamente, ojos y oídos para ella.

II

El caso es que los años pasaban despacio en el barrio de Salamanca. Pero no se detuvieron y, mientras los nietos crecíamos vertiginosamente, A y E comenzaron a adelgazar, no precisamente por hacer jogging, ni tampoco porque comenzaran a aumentar sus visitas al médico. Aún así se mantuvieron fuertes mucho tiempo. Mas hubo un punto de inflexión en la paulatina pero llamativa pérdida de memoria de E.

Así le diagnosticaron el principio de un fin prolongado. Diluiría poco a poco sus recuerdos y además una enfermedad degenerativa haría que sus músculos perdieran fuerza hasta la parálisis. A medida que la enfermedad avanzaba, la voz dulce de E se apagaba, cada vez más bajita, y además no acababa de atinar con el aquí y el ahora.
El carácter de A se fue haciendo más amargo y entró en una depresión, mas sin detenerse en sus tareas cotidianas ni dejando de leer el periódico por las mañanas. Pero comenzó a no oír la voz de E y a no escuchar los rugidos de los leones del parque ni el canto de los cisnes. Sus hijos no tardaron en comprobar que se estaba quedando sordo.

Tras quedar muda, E pasó a una etapa en la que el resto de músculos de su cuerpo la irían dejando como dormida, en hibernación, y, ya no moviendo los brazos ni las piernas, su rostro comenzó a perder su alegre e infantil expresión, que había sido enfatizada por su demencia en los últimos tiempos. A esto respondieron las cataratas de A, que poco a poco le fueron dejando ciego.

Así fueron pasando los años, entre cuidados de familiares: los de toda la vida y los que se fueron incorporando como ayudantes y acabaron siendo como uno más.

Finalmente, A tuvo problemas gastrointestinales que provocaron su ingreso en el hospital. A los pocos días, E era también ingresada, totalmente vegetal, debido a complicaciones. El pronóstico era claro: un mes de vida. Así que abandonaron el hospital y entraron en un centro de cuidados paliativos.

III


Allí había una extraordinaria luz y carecía totalmente de los bulliciosos ruidos de la ciudad, ya que había sido perfectamente planteada la distribución de las plantas y las habitaciones. Y comenzaron a florecer, a engordar. En dos días E comenzaba a mover los dedos y las mejillas, y las cataratas de A desaparecían. Luego E balbuceó unas primeras palabras, y las enfermeras se encontraron a A escuchando atento pero confuso la conversación del interno de al lado con su visita. Siguieron ganando peso y volvieron a casa a pasar su último mes. Allí la mejora fue espectacular, y en tan sólo 10 días A y E eran los de siempre, rellenitos y canosos, E sonriente y dulce, A discreto pero visiblemente orgulloso y enamorado. Y esa imagen quedó inmortalizada de plata en mis sueños: los dos de espaldas, rodeándose mutuamente de la cintura con sus brazos y mirándose muy alegres y en paz, viendo yo sus rostros de perfil saliendo por la puerta a pasear una tarde. Una de sus últimas pero gloriosas tardes.

Epílogo

Es una pena que la vida sea mucho más dura, pero si considero que mis sueños son una parte importante de ella debo concluir que hay finales imposibles que pueden ocurrir aunque sea en la bruma del subconsciente, siempre en el terreno del amor que no se por qué ni cómo os tuve, Alberto y Elena.

jueves, 4 de septiembre de 2008

Simulacro 8 - Manifiesto trotamundista

Vida al azar. Ahora ya qué más da. Elijo el camino de la negación, ¡no, miento, sigo mintiendo!. Elijo el camino de la negativa, de decir sí a mi mente; no, a mis impulsos nerviosos. Digo no al éxito y no al fracaso. Digo sí al trabajo, a la vida, al sufrimiento (no, no, no y más no) y al gozo (que sí, coño, que sí).
Digo que voy a donde halla que ir, que estoy harto de estar en todas partes y a todas horas, de participar, comprometido, atento, de responder y no hallar respuestas. Tú pregúntame que yo me lo invento.
Digo que yo y los míos, y sí a los desconocidos. No a la sociedad, al grupo, al “vamos todos juntos, hagamos la revolución”. Digo que se joda el pobre y que se joda el rico, que se jodan el bueno y el malo, que se jodan el chico y la chica, que le den al verbo y al sustantivo; a dibujar trazando los límites de las cosas, no al contorno pero sí a las curvas. No quiero rectas, no quiero mentiras, propuestas por mi cabeza, o por las mentes pensantes. Así que digo, digan lo que digan, no hay rectas, no hay funciones, sólo hay aplicaciones y aproximaciones. No quiero teoremas ni sistemas ideales, no me gustan las ecuaciones lineales. Nunca es lo mismo, jamás pasa lo de antes después de cambiarlo de orden. Nada vuelve al principio ni hay aislamiento, ni hay caos, hay un continuo. Quiero hacer de este discreto mundo mi analogía del infinito, del gris antes que el blanco y negro, quiero mi mundo sexual, bisexual, polisexual; agnóstico, asocial y animal, rico en excepciones, pobre en clasificaciones. Quiero ver el mundo como un puré heterogéneo, viscoso, denso y caliente, indivisible y removible y cosmopolita, globalizado e individualizado a la vez.
El mundo libre no cabe en la abstracción del hombre, no somos tan capaces. La pintura abstracta es todo lo contrario de la abstracción. Lo abstracto es pintar la realidad del hombre, un perfecto retrato de las cosas y las personas. La pintura abstracta es el puré de mis sueños, en los que alcanzo la realidad.
Este texto es libre y desordenado y está vivo, modificable. Viola cada una de sus frases, añade, corta y pega y machácalo si es que te ha dado ideas: si estás a favor aquí, en contra en otro renglón. Añade un adjetivo a tu gusto o un verbo. Pero no lo niegues, ante todo no lo niegues, lo estructures o le des un sentido. No permitas que sea clasificado o estudiado, sólo permite que sea leído o manchado, escrito encima, llénalo de vómito, cualquier cosa vale, salvo considerar que hay letras y respetarlas. Sólo es un simulacro.

Simulacro 12 - El ajedrecista

El ajedrecista siempre encuentra la solución.
Está entrenado para dar vueltas y vueltas al problema
y encontrar un camino, una ventaja.
Cuanto más complicada es la trama más arremolina su mente en torno a una idea,
un obsesivo deseo.
Arropa asfixiando los pequeños movimientos acertados,
y se ata con sogas flexibles en andamios.

El ajedrecista no puede parar de pensar.
Aunque trate de evadirse, no es dueño de su instinto,
de su rara capacidad.
Idas y venidas entre locas ideas y débiles atisbos de rendición,
de descansar y dejar la victoria a otro
y para otra ocasión.

¿Qué es del ajedrecista enredado cuando encuentra la regla del juego que evita, que no considera, que conoce pero margina, impuesta sobre el tablero como una gigante losa que destroza las piezas?

Empiezan de nuevo las vueltas, los mismos bucles y piruetas
tras encontrarse con el muro impenetrable del no.
Del no irrevocable, para él comprensible y no válido;
lógico pero injusto, cierto e inamovible,
que juega en contra de la perfección y de la más idílica conjugación de ideas.

Entonces todo su castillo imposible se desmorona mientras ingrávido se desintegra,
dejando un vacío atroz.
Una negra presión que le inhabilita,
sorda y vibrante.
Y permanece allí; mudo, paralizado y ciego,
hasta que alguien coloca de nuevo una pieza.

No se olvida, el ajedrecista, de que siempre halla una solución.

lunes, 1 de septiembre de 2008

Simulacro 10 - Mil moscas

Le gustó. Y le gustó demasiado. Hubiera subastado toda su vida para la beneficiencia, dijo, si con ello le aseguraran que iba a tenerla siempre. Y luego entró en ese bucle infinito. El Doctor Kanyhan vino a contármelo: en algunos casos, una especie concreta, sobre ciertos individuos, crea ese efecto autodestructivo. La aman con todas sus fuerzas y al mismo tiempo tienen una voluntad inquebrantable para dejarla.

Así que empezó a llenar su vida, su tiempo, con una única premisa: “en cuanto acabe con esto me pongo la dosis”. Y así una cosa tras otra. Comenzó por obsesionarse con limpiar. Quizá en ese momento debí darme cuenta. Me extrañó que ponía cosas que no hacían falta a la mesa, que usaba por lo menos 4 cuchillos distintos para cortar un filete, se lo comenté y me dijo que era una manía tonta que había cogido. Ahora pienso que luego cortaba trozos de pan tan pequeños para tener la excusa de no usar un cuchillo sucio, lo cual era un claro síntoma de que su cabeza no funcionaba como debía: con usar un cuchillo para la carne y otro para el pan hubiera bastado. Me ha dicho esta mañana que eso lo llevaba al extremo, que ensuciaba adrede para alargar el tiempo de recogida y limpieza a por lo menos el doble.
Bueno… comenzó a ocuparse de animales y plantas, me contaba que se había informado de este curso y de este otro, que salía a correr todos los días. Un día se entretuvo matando moscas con la punta de un paraguas. Eso lo supe porque me percaté de que el techo estaba lleno de agujeritos, no muy profundos, y me lo contó. Quizá de ahí le vino la idea, no en ese mismo momento, pero fue el germen sin duda.

Según él, estaba poniéndose archivos cuando se sintió como si no estuviera haciendo realmente nada. Es lo que nos pasa a todos, con todos esos anuncios y contenidos absurdos. Pero para alguien con su patología era fatal. Necesitaba una dosis; debía evitarlo a toda costa. Cuando notó que tenía que ir a evacuar se lo hizo encima, cogió los pantalones y los calzoncillos y fue dejando un rastro de mierda hasta la terraza. Así de fríamente me lo decía. Se divertía mucho recordándolo, de eso estoy segura. Aquella granja se debió quedar vacía, porque la mitad de la casa ha quedado completamente negra: todos esos cuerpos de moscas aplastados. Quise gritar. Pero él gritó mucho más fuerte cuando le cogieron para llevarle al hospital. Me explicó cómo aquellos bichos habían empezado a chupar y mordisquear. Maldita sea, se supone que las moscas no deberían tener ese tipo de dientes. Las heces debieron absorberse algo en su piel, porque las moscas se la habían arrancado a tiras. Tiras casi microscópicas, me dijo el Doctor, pero que dolían como si te hubieran cortado con cientos de ultramicrobisturís.

Ahora le van a obligar a tomar la droga. Perderá la obsesión, pero sus músculos irán degenerando hasta que no pueda respirar. Morirá asfixiado después de años poniéndose todos los días una piel artificial, quitándosela sólo para dormir en una tarima flotante, para que respire y se descame la de verdad.

Y ahora vienes a venderme no se que hostias. Iros a la mierda. Mi hermano lo que necesita es un borrado y a la chatarrería.” – Los ojos enrojecidos, a punto de estallar. Una lágrima hizo una travesía rápida hasta su barbilla.