sábado, 7 de febrero de 2009

Simulacro p53 - Muerte Celular Programada

Prólogo

Oscuridad y: una luz intermitente verde al lado de los restos de la cena en el suelo, un destello naranja cerca de su cabeza, otro led violeta al fondo, junto a la puerta; y la luz del interruptor que controla el resto de enchufes, ininterrumpida durante años. El mono de nicotina y cafeína no le deja dormir hasta más de las 9. Pronto, el café sopla vapor silbante y sus bronquios se abren ávidos del cóctel gaseoso mañanero. El reloj aguarda. Hoy: nada que hacer.

Se sentó con su café y con la nicotina todavía cosquilleante a ponerse archivos. Así pasaba la parte de la mañana que transcurría hasta su segundo cigarro, desinteresadamente enterándose de lo que ocurría en el mundo. Luego, pausadamente, saldría a comprar algo para almorzar con un segundo café y volvería a ponerse archivos hasta la hora de comer, la cual era bastante variable e incluso improbable. Seguramente mucha gente, "la gente", ya estaría esperando impaciente la hora del descanso de mediodía. Todos atascados por la mañana en sus coches, todos atascados en la máquina del café, todos atascados tras la comida, sin ganas de trabajar, y sus vidas atascadas tras la jornada, cabreados en los atascos, para cenar, dormir y atascarse otra vez.

En fin, una vida de la que no se siente partícipe ni responsable. Una sociedad que le había rechazado, o así la culpaba él, y que él mismo había rechazado, o así quería creerlo. Ni siquiera su familia, sus amigos, los más próximos a su persona, mostraban algún atisbo de comprensión. Todos deseaban, sin que él entendiera porqué, que llevara una vida como la del resto. Pero a él le pesaban las mentiras y los hechos, lo que ocurre en el mundo, la injusticia y lo grande que es el desbarajuste, ya imposible de mejorar. Siempre era lo mismo, y sin embargo siempre había promesas de cambio, de igualdad, de prosperidad y esfuerzo. Por qué si es mentira, por qué si hasta los que mienten saben que nadie les cree, sigue funcionando todo como si con sólo decirlo aquello fuera cierto. Eso quería decir que la mentira ya no existía, que todo era válido porque todo progresaría como en un canon: uno pone la palabra en boca de todos y todos la pronuncian después. La verdad es que no aguantaba esa hipocresía, que los odiaba y le repugnaban las personas. Además, tenía que soportar ser uno de ellos. Y sin embargo, qué maravillosa era la especie humana. No odiaba las personas, odiaba lo que habían construido, ¡no! odiaba de lo que formaban parte, odiaba la sociedad. Cómo iba a denostar lo complejo de los gestos o las acciones individuales; lo fuerte y, a veces, lo absolutamente mezquino que podía ser el hombre. Esas son cualidades de las que son esclavos y que les hacen grandes, porque se han ido diseñando a sí mismos, sin darse cuenta, para ser así. Quizás en esas formas de amor por lo que no es intencionado encontraba lo que le mantenía vivo y dispuesto a hacer el esfuerzo. Eran pistas que le llevaban a creer que al final todo despegaría y saldría de aquel estado decadente para volver a un punto en el cual la sociedad tendría que ser tan coherentemente imperfecta como el resto de las cosas, a la vez que comprensible, aceptable y justa. No podía ser el hombre tan especial como para acabar con todo, rompiendo con la tónica general de los hechos, y erigirse como el que esquivó la espiral abierta, trazando una recta con un sinónimo: fealdad. Y al final qué hacía él por todo aquello. ¿No estaba él trazando la recta al negar su papel en la sociedad? ¿No estaba él obsesionado con ser el hombre perfecto, en absoluto inintencionado, y eso causaba pena en quienes le tenían afecto? Estaba siendo el mayor de los egoístas pensando que sólo a él le pesaban las cosas. El problema residía en su propio espejismo nihilista y exagerada sobrevaloración de si mismo. ¿Qué le hacía superior al resto? Nada. Al contrario, no hacía más que tirar el ancla cuando los demás reman por él, siendo que deberían tirarle al agua.

El ruido del constante cambio (los coches que van y vuelven, las obras que necesitan nuevas obras al año siguiente, los niños que crecen, son castigados, lloran y maduran; las heces que se precipitan por las tuberías del edificio) le acompañan desde hace semanas en cada desayuno y en cada segundo cigarro. La tarde llega y se conecta a documentales y noticiarios: especies extintas grabadas en estado salvaje, guerras de marketing, asesinatos sin resolver, parejas que matan a sus hijos, hijos que matan a sus padres, enfermedades extrañas o granjas de moscas. La mitad ya los había archivado, la otra mitad eran más de lo mismo y el resto, lo despreciable, hechos sorprendentes pero intrascendentes. Pero el rato pasaba igualmente y casi disfrutaba más viendo lo repetido y bueno, que lo nuevo y, en general, muy malo.


MCP.

Suena el móvil. Se levantaría del sofá e iría a ver quién llama, pero seguramente fuera quien fuera no lo cogería. La lista de gente con la que no le apetecía hablar se había engrosado bastante y también lo había hecho el rango de horas en las que no le apetecía hablar con nadie. Pero recordó que lo había conectado al sistema de archivos, ya hace días, y que el buzón se abriría. Así que puso el canal local y escuchó los tonos hasta que se activó la línea. Era su padre. Quería pasar por casa y preguntaba si estaba allí. Así que dejó pasar cinco minutos y escribió un mensaje: "Estoy en casa, estaba en la ducha. Pásate cuando quieras." En seguida le respondió que estaba en el portal de su casa. Seguramente había esperado abajo pues ya se sabría lo del "5 minutos y luego mensaje". Así que resignado le aceptó la visita y esperó a que subiera con la puerta abierta, mientras se aseaba un poco. Llegó justo a tiempo para que su padre aún estuviera saliendo del ascensor.

Estaba como siempre: estado cabreado basal, mirada de desaprobación constante y cejas elevadas de resignación y escepticismo. Le habló de no se qué del trabajo y de como estaban las cosas, de la tía no se cual y de sus primos. Demasiado inapropiado venir sin un motivo concreto. Y por supuesto que lo había. Por un lado parecía estar comportándose de forma normal, pero en realidad había algo de culpabilidad y frialdad que nunca había notado en él. Sacó una carta de su bolsillo. Era pequeña, blanca y de papel. Ya había muy pocas de aquellas y sólo las instituciones administrativas estaban tan anticuadas como para seguir emitiéndolas, y cada vez menos. Había una ventanita transparente a través de la cual se leía su nombre y apellidos y su dirección postal. También se veían 3 letras, en grande y mayúsculas, con la insípida tipografía oficial: MCP. Miró inmediatamente a su padre que ya le estaba observando. Estaba claro que se la había mostrado de esa manera para que él lo leyera, para no tener que ser él quien le introdujera en lo truculento del tema. Ahora ya tenía valor para decir unas palabras.

- Nos la dieron ayer por la mañana. Ya nos habían preguntado si estábamos de acuerdo.

Dejó definitivamente la carta en sus manos. Él encendió un cigarro y notó como la ira ascendía por su cabeza como si estuviera cabeza abajo y fuera la sangre la que caía. Su padre miraba a otro lado, quizás no tan afectado como pretendía, como si ya esperara su reacción, mientras él se había levantado y daba vueltas, hasta dirigirse a la pared, en la cual dio una patada desde la altura de la cadera junto a un grito; sin palabra en su contenido, o al menos no inteligible. Se levantó su padre y se disponía a irse. Él no quería volver a mirarle o le mataría. De esta no saldría, no ahora que le odiaba tanto y que definitivamente le había confirmado todas sus sospechas: su hijo era un avergonzante fracaso para él. Antes de salir del salón hacia la puerta de la casa su padre le dijo:

- Por una vez, una última vez, haz lo correcto. De otra manera, el resultado sería el mismo para ti y mucho peor para nosotros.

El cigarrillo se consumía solo, ajeno al drama. De los ojos llorosos y el rostro rojo e hinchado de él sólo salió:
- ¡Lárgate, hijo de puta!

Y así se quedó un rato, hablando él solo, gritando de vez en cuando, como si su padre aún estuviera ahí, junto a la puerta, para escuchar lo que le tenía que decir. Todo lo que también él tenía que echarle en cara y por lo que debía ser él quien no merecía vivir.


Alternativa.

Las lágrimas y el odio dejaron poco a poco su rostro y se convirtieron en nerviosismo e impotencia. Se sentó y vió el cigarrillo apagado, con la ceniza imitando un cigarro entero, y, obviamente, encendió otro. Siempre acudía a los pitillos como excusa para pensar, como si le dieran un paréntesis, un margen de tiempo en el cual se concentraría en buscar una solución a algo en concreto. Al cojer el mechero vio una memoria en la mesa. No estaba allí antes, no era suya siquiera, así que la había dejado su padre. La conectó al sistema de archivos y en el título aparecía su madre. No estaba ahora para más sermones, necesitaba pensar por si mismo. Quizás huiría, se marcharía de allí y encontraría un lugar donde estar a salvo. Pero la última frase de su padre se le clavaba hasta el fondo y hacía resurgir atisbos de ira. Así que se recostó en el sofá para relajarse. Aún le quedaba más de la mitad del cigarro y comenzó a pensar en qué sitios sería posible quedarse escondido. Incluso podría haber más rechazados como él, proscritos todos. Pero parecía imposible, no había oído nunca nada sobre algo parecido ni le venía a la cabeza un sólo lugar donde no le encontrarían, tarde o temprano. Al rato se despertó mareado y por poco vomita en el sofá, así que fue todo a desparramarse por el suelo. Estaba muy cansado, no sabía qué hora era pero se fue desde el baño, tras enjuagarse un poco la boca, directamente a la cama.

Sentado en la cama miraba los cuerpos de otros que yacían dormidos por la habitación. No estaba tan mal aquello al fin y al cabo. Y a más de la mitad de ellos los conocía. Tenían conversaciones interesantes y se repartían tareas de vigilancia, de limpieza y de cocina. Allí podía además leer algún que otro libro que otros se habían llevado consigo al escapar de sus casas. Después de todo había encontrado un nuevo hogar y empezaba a pensar que, a pesar de las penosas condiciones, podía ser incluso un lugar más adecuado para él. Se sentía feliz. Los que se conocían eran antiguos compañeros de clase y curiosamente compartían no sólo recuerdos de la infancia sino también una relación que el paso del tiempo no había conseguido enfriar. Todos eran tal y como se recordaban unos a otros y cumplían el mismo rol que en el colegio, siendo un grupo sólido y diverso, en el que todos tenían cabida, voz y voto.

Un día estaba en un pasillo con Gemma. Las tuberías, que recorrían todos los techos de aquel laberíntico complejo industrial, les servían, oxidadas, de guía, delimitando los lugares donde habitaban de aquellos más fríos e inhabitables, por los que sólo paseaban en ocasiones para matar el tiempo. Hablaba con Gemma mientras andaban, hasta que oyeron ladridos. Al principio ténues pero luego más claros. Y gritos, con palabras de alarma en ellos contenidos, aunque no distinguía de quién ni de dónde provenían. Y echaron a correr. Gemma estaba muy asustada y le temblaban las piernas. ¿Nos han encontrado? le dijo. Pero él sólo pudo coger su muñeca y acelerar el paso. Comenzaron a bajar, y apenas llegaba luz en aquellos pisos. Llegaron a otra zona habitable, donde las tuberías dibujaban un esquema vágamente reconocible, y donde quedaban cuerpos destrozados contra la pared, en las esquinas y junto a las puertas. Seguían oyendo ladridos y se encontraron de pronto en un habitáculo completamente a oscuras. Allí se escuchaba la respiración muy fuerte de algo. Al principio pensó que era Gemma. Pero la tenía cogida de la mano y no creía que el sonido viniera de tan cerca, ni al lado suyo.

Se despertó atemorizado, sudando y frío, y se dió cuenta de que la respiración del sueño era la suya. Se incorporó un poco, apoyando la espalda contra la pared y la almohada. Cuando se había relajado lo suficiente vagó lentamente por la casa, con la mente en blanco pero con la sensación de que no necesitaba pensar más: debía llevarlo a cabo sin más remordimientos ni renconres, pues era la mejor solución. Así que se sentó en el sofá y conectó la memoria de su madre.


Fin.

Estaba ella ahí, de frente, con una de las camisas que llevaba siempre, con sus rasgos bondadosos y sus ojos tristes. Comenzó con algunas frases confusas a las que él apenas prestó atención. Abrió la carta de la MCP, donde había una cajita de metal muy plana y de apenas 1 centrímetro cuadrado. La abrió y contenía una oblea, con la dosis calculada propia de la MCP. Echó un vistazo rápido a los papeles que acompañaban a aquella cajita. Sólo le llamaron la atención las tres firmas: la del administrador, la de su padre y la de su madre. Pero esto no le hizo cambiar de ánimo. Se puso la oblea en el paladar y se recostó escuchando la dulce voz de su madre. Le dice que no le ha quedado otra opción, que es lo peor que podría ocurrirle a una madre, pero que para ella, él, es lo mejor que le ha ocurrido. Llora y comienzan a temblarle los labios al contacto con la primera lágrima. Sus pómulos se elevan hasta hacer que sus ojos tristes llorosos sean apenas una línea, y su barbilla, tensa, comienza a humedecerse. Consigue pronunciar aún así su nombre, el de su hijo, y le dice que no comprende sus sueños y su tristeza, su inconformismo; desea que alguna vez en otra vida, un último sueño (se detiene ahí, unos segundos, no pudiendo articular palabra), pueda alcanzar ese mundo perfecto que ella no ha sabido darle.

Él hace un rato que no escucha. Ha perdido la consciencia y su vida.