lunes, 6 de octubre de 2008

Simulacro 2 - A y E

Prólogo

A y E eran una pareja típica madrileña. Su vida se desarrollaba en el barrio de Salamanca, y en los paseos matutinos aprovechaban para hacer recados y relacionarse con la vecindad. Cogidos del brazo, con paso tranquilo y elegante pose, pasaban todos los días por los aledaños del parque, frente a su casa.
Una casa grande, de familia acomodada, pero de aquellos años. Un pasillo larguísimo separaba la cocina, los baños y un par de dormitorios, todo ello destinado a la prole y al servicio; de un despacho, un dormitorio grande y un enorme salón, donde A y E pasaban la mayor parte del tiempo. Siempre me llamó la atención el contraste enorme de iluminación. La zona de los señores se abría a la calle y al parque con lo que disponían de luz natural. Sin embargo, el resto de la casa parecía siempre coartada a la luz artificial y los escasos rayos de sol que iluminaban un triángulo de alguna estancia, durante unos pocos minutos al día, y según la estación.

I

Me di cuenta con el tiempo de que la mayor parte de cosas que sabía de A y E las había supuesto años más tarde, cuando pude dar paseos por mi cuenta por aquel barrio y veía a otras parejas parecidas a ellos. Sabía con absoluta certeza que aquella era la forma de vida y de comportarse de mis abuelos.

Lógicamente, algo sabía de ellos, y habíamos convivido bastante dentro de lo que cabe: en navidades y ocasiones de ese tipo. Pero no dejábamos de ser una visita y ellos seguían, como buenos madrileños responsables, encargándose de sus quehaceres, tan sólo dejando lugar para la charla a últimas horas de la tarde. Para aquel entonces eran debates demasiado adultos para mi, un mocoso, y prefería entretenerme con cualquier cosa en otros rincones de la casa (por todos los rincones, diría yo).

Recuerdo escasos detalles de E, como su cuerpo redondito y sus bien plateadas canas. Recuerdo el sabor de su tortilla francesa y las peras que nos daba, verdes por fuera y de un blanco puro en su interior: siempre frescas. Sonriente cuando trataba con micujos como nosotros, era la encargada oficial de darnos los regalos y las propinas. Oficial pero siempre a escondidas de A, que tenía fama de racanete. Pero si hay algo que recuerdo de E con nostalgia es su voz, que era aguda pero no chirriante, y siempre de un volumen próximo al de una nana. Era como una flauta: dulce, limpia y cantarina, alegre.

A siempre se levantaba a las 9 en punto de la mañana. En seguida, lo primero que yo escuchaba en la casa era la maquinilla eléctrica de afeitar que él usaba. Para cuando me había levantado, después de remolonear, A ya volvía con el periódico y el pan. Le encantaba relacionarse con sus conciudadanos, aunque con las lógicas reservas de una familia correcta y discreta. Cuando volvía ya comenzaban a hacerse las tareas de la casa y él se sentaba traquilamente en su despacho, a espaldas de la ventana, a leer el periódico. Allí además escuchaba los sonidos provenientes de su adorado parque. Un gran parque de imponentes árboles centenarios, poblado por cien y mil criaturas. Las ardillas jugaban a sus anchas allí y compartían hábitat con multitud de paseantes y con otros animales salvajes como patos, ocas, cisnes, lobos, leones, osos, hipopótamos, rinocerontes, jirafas, elefantes y lagartos enormes. O así lo imaginaba yo de pequeño. El caso es que a A le encantaba aquello y se sentía un privilegiado por poder vivir tan cerca de semejante parque en el centro de la mayor metrópolis española. No lo he comentado, pero A tenía un carácter muy fuerte, propio de las personas que han pasado momentos muy duros. Pero E fue su bálsamo todos aquellos años, su contrapeso, y él sólo tuvo, secretamente, ojos y oídos para ella.

II

El caso es que los años pasaban despacio en el barrio de Salamanca. Pero no se detuvieron y, mientras los nietos crecíamos vertiginosamente, A y E comenzaron a adelgazar, no precisamente por hacer jogging, ni tampoco porque comenzaran a aumentar sus visitas al médico. Aún así se mantuvieron fuertes mucho tiempo. Mas hubo un punto de inflexión en la paulatina pero llamativa pérdida de memoria de E.

Así le diagnosticaron el principio de un fin prolongado. Diluiría poco a poco sus recuerdos y además una enfermedad degenerativa haría que sus músculos perdieran fuerza hasta la parálisis. A medida que la enfermedad avanzaba, la voz dulce de E se apagaba, cada vez más bajita, y además no acababa de atinar con el aquí y el ahora.
El carácter de A se fue haciendo más amargo y entró en una depresión, mas sin detenerse en sus tareas cotidianas ni dejando de leer el periódico por las mañanas. Pero comenzó a no oír la voz de E y a no escuchar los rugidos de los leones del parque ni el canto de los cisnes. Sus hijos no tardaron en comprobar que se estaba quedando sordo.

Tras quedar muda, E pasó a una etapa en la que el resto de músculos de su cuerpo la irían dejando como dormida, en hibernación, y, ya no moviendo los brazos ni las piernas, su rostro comenzó a perder su alegre e infantil expresión, que había sido enfatizada por su demencia en los últimos tiempos. A esto respondieron las cataratas de A, que poco a poco le fueron dejando ciego.

Así fueron pasando los años, entre cuidados de familiares: los de toda la vida y los que se fueron incorporando como ayudantes y acabaron siendo como uno más.

Finalmente, A tuvo problemas gastrointestinales que provocaron su ingreso en el hospital. A los pocos días, E era también ingresada, totalmente vegetal, debido a complicaciones. El pronóstico era claro: un mes de vida. Así que abandonaron el hospital y entraron en un centro de cuidados paliativos.

III


Allí había una extraordinaria luz y carecía totalmente de los bulliciosos ruidos de la ciudad, ya que había sido perfectamente planteada la distribución de las plantas y las habitaciones. Y comenzaron a florecer, a engordar. En dos días E comenzaba a mover los dedos y las mejillas, y las cataratas de A desaparecían. Luego E balbuceó unas primeras palabras, y las enfermeras se encontraron a A escuchando atento pero confuso la conversación del interno de al lado con su visita. Siguieron ganando peso y volvieron a casa a pasar su último mes. Allí la mejora fue espectacular, y en tan sólo 10 días A y E eran los de siempre, rellenitos y canosos, E sonriente y dulce, A discreto pero visiblemente orgulloso y enamorado. Y esa imagen quedó inmortalizada de plata en mis sueños: los dos de espaldas, rodeándose mutuamente de la cintura con sus brazos y mirándose muy alegres y en paz, viendo yo sus rostros de perfil saliendo por la puerta a pasear una tarde. Una de sus últimas pero gloriosas tardes.

Epílogo

Es una pena que la vida sea mucho más dura, pero si considero que mis sueños son una parte importante de ella debo concluir que hay finales imposibles que pueden ocurrir aunque sea en la bruma del subconsciente, siempre en el terreno del amor que no se por qué ni cómo os tuve, Alberto y Elena.

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