miércoles, 14 de enero de 2009

Simulacro 11 - Prólogo: Sur, Sal, Sol

Pequeña ventana del tamaño de un rostro. Apenas entra un rayo de sol incidente, cálido y notable. Las luces de bajo consumo hace tiempo que permancen encendidas largas horas del día en el sur. Granada está forrada de blanco todo el año no a más de unos kilómetros de la enorme lengua del glaciar Albatros. Los árboles son cuerpos negros, madera muerta, podridos, tuberías huecas de ramas asfixiadas. Sólo los pinos negros se mantienen vivos y proliferan por toda Europa, como un ejército invasivo que acabó con los eucaliptos gallegos años atrás y que acompaña a los habitantes de tierras cristalizadas del norte que migran hasta más allá de la frontera del sol de invierno. Las familias rara vez salen de sus hogares, cabezas de ojos tristes envueltas en forros voluminosos, y lo hacen para sufrir el viento gélido o para despedir a un pariente. Los niños son pequeñas sombras rara vez vistas en las calles, y cabizbajos se apresuran a volver a un hogar cuya puerta más concurrida a los juegos y a los amigos es la pantalla de un ordenador. También el desarrollo tecnológico hace años que se ha congelado.

Cristóbal tiene los labios secos y cortados del marino, si bien es por la escasez de agua dulce no desalada, por el viento cortante y porque lleva tiempo soñando con viajes por ultramar. Pasa largas horas por las tardes buscando diseños y leyendo documentos de buques, veleros, carabelas. Su colección de barcos se exhibe a la altura de los ojos, con velas henchidas a la fuerza, con sus cascos nuevos y ni rastro de haber navegado: algas, conchas, sal.

En la televisión se debate mucho de los viajes espaciales. Muchos fracasos ya y la órbita terrestre tan sólo ha sido aprovechada para ser copada de satélites. Basura de proyectos inacabados y fracasados flota también a la deriva. No hay ilusión ya en anillos solares, ni en modificar el filtro atmosférico a base de tratamiento químico, ni en misiones suicidas a la esfera solar con objetivo de revivirla. Tras siglos de investigación: nada. Los planetas siguen demasiado lejos y demasiado inhabitables. Apenas se ha hecho un rasguño en la gran barrera de la velocidad de la luz. Condenados a morir de frío a pesar de haber superado hambrunas y guerras, acuerdos y desacuerdos, de haber podido con la propia naturaleza humana siendo capaces de vivir en armonía unos con otros y con los ecosistemas útiles del planeta. El sol se apaga dejando millones de años de evolución orgánica en la retina negra y ciega del cosmos.

Las manos se hunden en el agua cristalina y temblorosa de un lago. Picos rocosos con trazas blancas sumergen sus crestas para alzarse luego contra el cielo azul brillante. A las manos le siguen los codos y luego el resto del cuerpo, hacia la profundidad. Traga hasta saciar su sed. Al fondo se ve una estrella, esfera luminosa y radiante de largos brazos como alfileres que atraviesan las palmas y cuya fuerza desconocida abraza el cuerpo y lo arrastra. Una burbuja surge del ente celeste y engloba al visitante que ya no respira. Es absorbido por el Heliozoo orgulloso que manda en las aguas quietas. La esfera vesicular se llena de aire y emerge en un bravo mar. Cuerpos de barcos en la distancia, inclinados a un lado y a otro rinden culto a la tormenta, con el velamen roto algunos, mástiles caídos, atravesados por rocas hechos astillas otros.

Cristóbal ha tenido un sueño y lo ha contado en su comunidad. De pronto respuestas inesperadas: uno, dos, tres, cuatro colegas han tenido uno parecido en la última semana. En común, salir a la mar, ir en busca del sol y saber el porqué, juntar todas esas tertulias entrecortadas de los foros en un objetivo. Verse las caras, cubiertas de barba espesa, en un viejo tugurio de puerto, tomar decisiones y dejar de divagar: ponerse manos a la obra.

Lisboa aprieta sus calles en un vago intento de retener el calor que le roba la desembocadura del río. El encuentro con la sal está teñido de sangre helada que resbala de enormes cetáceos que cuelgan asidos por las aletas por cables amarrados a brazos articulados en grandes grúas, algunas dispuestas sobre buques oxidados. Todo está listo en Belem. En la torre, rodeada del Tajo, donde originalmente estuvo, devuelta allí por nuevos temblores, como si no hubiera pasado nada, será su última noche. Un enorme velero, 1492, llena sus bodegas para un último viaje al futuro intemporal del último rayo de sol. Botellas de oporto vacías y velas fundidas hasta la base quedan en las mesas de madera de la torre defensiva manuelina. Cristóbal habla a su tripulación, ya consciente de que quizá no vuelvan a pisar tierra. Abajo, su esposa, perdida la expresión en cálidos días de años atrás; y sus hijos, muy juntos, enredados sus pelos lacados en sal, temblando de frío.

El mar es una criatura mansa hoy. Cientos de cuerpos gigantes se alzan de entre la capa de plancton, similar a una alfombra, mostrando aletas y barbas, y adentrándose de nuevo en el agua creando olas perfectas. En el cielo despejado reverbera la ténue energía monocromática -gris- del sol. Ya inmersos en sus tareas o sentados en la cubierta mirando la costa, los marinos se desperdigan por la crujiente madera del 1492. Las velas se hinchan y una bandera aletea nerviosa en lo alto diciendo adios al sur de Europa, ya apenas visible.

A cientos de nudos de allí la enorme esfera cae sobre las aguas que se apartan de su superficie elevándose y helándose, cubriendo el astro de olas cristalizadas que se cierran como los pétalos de una flor marchita. El sol se apaga dejando millones de años de evolución orgánica en la retina negra y ciega del cosmos.

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Inspirado por la música de The Drapery Falls - Blackwater Park - Opeth

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