I. Fénix sobre el hielo
La crisis de identidad de Clara había culminado en determinación y frescura. Su sonrisa al detenerse junto a las vallas para hablar con su entrenadora, su rostro despejado por el tenso recogido de pelo asido en su nuca, los destellos del maquillaje y el sudor y aquel fabuloso maillot blanco; todo parecía darle un aura angelical de triunfo, de seguridad plena y convicción.
Habíamos hablado hace unos meses sobre aquello, bajo la luz de distintos sitios, casi siempre con una taza de café. Es difícil a veces ver el porqué uno toma un camino determinado, sobre todo cuando se mira al pasado con ojos anclados en un presente amargo. En el caso de Clara, con una competición en curso tuvo la mala suerte de preguntarse por qué empezó a patinar y cómo es que se condujo tan diligentemente a esa tarea. Las horas de entrenamiento y los sacrificios, o el mero hecho de sentirse como flotando en la pista - algo muy recomendable según los jueces y los maestros de las escuelas, pero no para Clara, que disfrutaba notando el hielo en sus piernas - , no parecían estar compensados por la competición ni por los buenos resultados.
Ahora estaba yo allí sentada, expectante e ilusionada. Su triunfo en los nacionales le habían devuelto el crédito, pero no la pasión por el patinaje sobre hielo. Esta la recuperó poco antes. Creo que fue en Moscú, durante la primavera pasada. Se fue con su pareja a pasar allí unos días. Al parecer se habían detenido una tarde a ver patinar a la gente en una plaza. Un poco a regañadientes se dejó convencer para entrar a la pista un rato. Realmente el escenario lo merecía: Rusia sigue siendo la cuna del patinaje sobre hielo mundial, donde hasta los alumnos menos aventajados de cualquier escuela tienen unas nociones técnicas equiparables a las de profesionales de otras nacionalidades.
Cosas del azar, a la segunda vuelta su pareja se hizo daño y se quedó tras la valla insistiendo a Clara para que continuara. Entonces unos niños se pusieron a revolotear haciendo piruetas entorno a ella y los siguientes minutos, que compartió con aquellos pequeños patinadores, le devolvieron algo no explicable con palabras que había permanecido olvidado hacía mucho tiempo.
En cualquier caso, recuperado el rumbo, había destrozado las marcas de los nacionales y era sin duda la rival a batir en el europeo. La prensa especializada, en la que ya habían circulado rumores sobre el declive de la gran campeona, tenía ahora que exclamar titulares de regreso, de renacimiento. Las notas obtenidas durante la temporada eran estratosféricas y tanto las rusas como el resto de sus rivales temían estar ya luchando por la segunda plaza. Es más, ya se hablaba de que cundía el pánico entre las chinas, las japonesas y la americanas: después del europeo venían las olimpiadas.
II. Las sombras
Estas eran realmente buenas aguas para pescar, mucho más frías que las del mar del norte. Aquel ya no era su territorio, sino éste, donde el océano y la tierra tenían encuentros mucho más bravos, más abiertos, pero que recompensaban la tarea crepuscular con un buen surtido de vitualla en las redes. Y eso que no se podía salir con la balsa ni la mitad de veces que en aquel lugar que fue su hogar. De todas formas, Azimut ya estaba solo y ni siquiera necesitaba salir a la mar. Pescaba desde los riscos, sobre dientes de roca afilados por las olas, a los que llegaba internándose por los huecos y estrechamientos por donde sólo le observaban escamosos lagartos.
Hace ya unos meses, la tribu se había reducido al grupo familiar de Azimut. Algunos habían ido pereciendo por el camino y la mayoría murieron ya con el primer ataque allá en la vieja aldea. Entonces sólo quedaban él y su padre para pescar. Las mujeres recolectaban frutos y raíces. A los más jóvenes no les estaba permitido trabajar. Para poder hacerlo aún deberían recorrer un largo camino. Quizás obtendrían el derecho si el grupo de sus enemigos, nietos de los amigos de sus abuelos, les alcanzaban y tenían la oportunidad así de batir a alguno de ellos, sin causar baja. Pero aquello era poco probable, tanto por la esperanza de que hubieran perdido su rastro en el desierto como por la certeza de que si les alcanzaban ya pocos o ninguno podrían sobrevivir, tan mermados en número. Y así fue, esto último.
Durante ese breve tiempo, además de las largas horas en la balsa junto a su progenitor, había sólo una persona con la que Azimut se sentía igualmente a gusto y podía pasar largas horas. Se trataba de la hija del mencey. Normalmente la hubieran abandonado, pero la encontraron espantando a las primeras aves carroñeras que acosaban el cuerpo inerte de su padre y aquello, además de que era la hija del que fuera su guía, les hizo pensar que tenía un espíritu especial; la niña tenía incluso aspecto de bestia, en esos momentos. Su nombre provenía de que había nacido durante una peregrinación de invierno, en las escarpadas sierras del norte. Significaba montaña alta de nieve blanca. Sin embargo, él la llamaba sólo Ife. Con ella pasaba hablando las últimas horas antes de dormir y, aún teniendo una diferencia de edad enorme, con aquella pequeña, podía hablar sobre cosas, sueños, ideas, de las que no hablaría con nadie más.
Una de aquellas noches, recordaba ahora Azimut, conversaba con Ife sobre las barreras que separan los entes vivos del resto de las cosas. Para Azimut la puerta al espíritu estaba en los ojos, como le habían enseñado, y sin duda el espíritu más independiente y sagrado se hallaba tras los ojos del leopardo, el rey de aquellas tierras. Sin embargo, Ife hablaba de fronteras invisibles. Al principio esta idea sorprendió a Azimut. Pero podía entenderlo, pues también él se había detenido muchas veces a observar el límite de las dunas con la estepa, el aterrizar de los pájaros, el atardecer o el brillo de la luna llena. En cualquier caso, era el talento de Ife lo que le permitía concretar aquellas impresiones abstractas, que a él le dejaban como flotando, en ideas plenas, que irradiaban lógicas dudas filtradas de todo tipo de ruido que pudiera perturbar su avenida a la mente.
Siguiendo con sus inspirados debates, una noche Ife aún fue a más. "¿Y si esas barreras realmente no existen?", le preguntó. Ella, que había observado cómo tragaban el pasto las vacas, cómo cantaban las mujeres de la tribu al viento y cómo, tras las fuertes lluvias, caían las gotas, de hoja en hoja, reagrupándose y liberándose de nuevo, haciendo vibrar las sombras impresas en el suelo por los frondes, hasta desaparecer absorbidas por el suelo; creía que de alguna forma todo estaba conectado y que las barreras que apreciaban quizás estaban allí porque no las miraban suficientemente de cerca o no reflexionaban suficientemente dentro. Con estas palabras se quedaron aquella vez mirando largo rato la luz de la luna sobre el mar, y cómo éste terminaba en una línea perfectamente recta sobre la cual flotaba el astro de la noche tan sólo un poco por encima. No podían ver la pirámide puntiaguda que sostenía en ese momento único a la luna, pues permanecía perfectamente oculta ya, en las brumas salinas de la noche.
Sombras era todo lo que quedaba de aquello. Recuerdos borrosos, inaprensibles y recurrentes. El rumor de las bestias en la noche, la premura del invierno, la ausencia del enemigo, el remordimiento de matar a tiempo, saltar más lejos, correr más rápido; el amor a los muertos, sus palabras y sus gestos; voces rebotando en el tiempo.
III. Desvío
Por fin de vuelta a La Tierra. Aunque se consideraba un organismo de la metrópolis, de acción sin intermitencia, no iba a negar que necesitaba su cuarto de baño, su nevera, su sofá, por este orden, y nada de aseo personal durante 2 o 3 días. Los 2 o 3 siguientes los pasaría con su novia. En su apartamento él se sentía como en su propia casa. Además, aunque trabajaría largas horas, una ventaja es que el piso de ella estaba mucho mejor comunicado con su oficina. Como sea, pero quería librarse de la cansina y aburrida compañía del viaje y de la tensión generada durante las negociaciones.
Es curioso como sale en las películas y, en consecuencia, como se lo imagina la gente. En realidad, muestran lo que uno vería estando allí, pero en absoluto lo que uno piensa o siente. Somos de carne y hueso al fin y al cabo. O, como diría un colega, ¡que no somos de piedra! En toda negociación siempre puede aparecer un incómodo picor de huevos, una perturbadora presencia en la nariz (unas veces imaginaria, otras no, a veces visible, casi siempre no); un, mucho más llevadero, dolor de cabeza o unos gases que, claro, te los aguantas. De estos últimos los peores son los persistentes que se hacen oir, retorciéndose en su encarcelamiento, recorriéndote los intestinos. Suelen ser mañaneros, con el estómago recién estrenado, y por eso las negociaciones solemos hacerlas siempre comiendo o cenando, como engañando al cuerpo; que esté concentrado en masticar, digerir, absorber, mientras la mente puede funcionar a pleno rendimiento. Además, siempre que oigo mis tripas o las de otro me viene a la mente aquel compañero de clase al que le sonaban siempre a primera hora y un día se dio la vuelta para explicarme que como no le quedaban galletas para desayunar se había comido un sintetizador. Me hacía gracia y a veces se me podía escapar un bufido o una breve carcajada al recordarlo. No por el chiste, realmente lamentable, sino porque se me quedó grabada su cara de tonto, su voz brabucona, los granos de toda condición y tamaño; y los trozos de galleta entre dientes y encías, visibles mientras se reía.
Es curioso como sale en las películas y, en consecuencia, como se lo imagina la gente. En realidad, muestran lo que uno vería estando allí, pero en absoluto lo que uno piensa o siente. Somos de carne y hueso al fin y al cabo. O, como diría un colega, ¡que no somos de piedra! En toda negociación siempre puede aparecer un incómodo picor de huevos, una perturbadora presencia en la nariz (unas veces imaginaria, otras no, a veces visible, casi siempre no); un, mucho más llevadero, dolor de cabeza o unos gases que, claro, te los aguantas. De estos últimos los peores son los persistentes que se hacen oir, retorciéndose en su encarcelamiento, recorriéndote los intestinos. Suelen ser mañaneros, con el estómago recién estrenado, y por eso las negociaciones solemos hacerlas siempre comiendo o cenando, como engañando al cuerpo; que esté concentrado en masticar, digerir, absorber, mientras la mente puede funcionar a pleno rendimiento. Además, siempre que oigo mis tripas o las de otro me viene a la mente aquel compañero de clase al que le sonaban siempre a primera hora y un día se dio la vuelta para explicarme que como no le quedaban galletas para desayunar se había comido un sintetizador. Me hacía gracia y a veces se me podía escapar un bufido o una breve carcajada al recordarlo. No por el chiste, realmente lamentable, sino porque se me quedó grabada su cara de tonto, su voz brabucona, los granos de toda condición y tamaño; y los trozos de galleta entre dientes y encías, visibles mientras se reía.
Aunque todas estas perturbaciones ocurrían en contadas ocasiones, siempre había algo, aunque fuera de menor magnitud, que podía hacer que quisieras dejar las conversaciones para otra ocasión. Por supuesto, uno podía levantarse e ir al lavabo. Pero demorar más de lo debido una negociación era sinónimo de despido. Con la experiencia, uno aprendía a no pensar en la mayoría de distracciones exógenas y endógenas que pudieran hacerle sentir incómodo, tener la mirada esquiva o incluso algún que otro sudor frío. Uno debía mostrarse despierto, sereno y confiado; aunque estuviera harto, cansado o enfermo. Todo este estrés podía uno luego olvidarlo en casa. Por fin, en casa. No saldría ni a comprar: el viernes chino, el sábado supermercado a domicilio, el domingo pizza. En una semana sabría si se firmaba o no el contrato. Pero, por lo que a él respecta, la negociación había sido todo un éxito.
Todos estos asuntos le pasaban por la cabeza sentado en su butaca, totalmente absorto y relajado, con los ojos clavados en la oscuridad sin fondo que le tragaba a través de la ventanilla. Hasta que Raimond le golpeteó en el brazo insistentemente. Mientras se giraba, sin pizca de prisa ni ganas, para ver qué quería, oyó ya qué le decía: "Parece que hay algún problema, eso dicen. Que nos hemos desviado de la trayectoria un poco." Llevaba los cascos puestos y señalaba la luz de aviso con el brazo, apoyada la mano en el techo antes de quedar en el olvido, con la mirada fija en el infinito, seguramente con la visión borrosa, escuchando el canal de radio del vuelo. Se puso rápidamente él también los cascos "... se desconocen las causas, la nave está en perfecto estado. Únicamente corregiremos un poco la trayectoria ya que, quizás algún fenómeno solar, nos ha desviado levemente. Les rogamos sigan en sus asientos y habitaciones. En cuanto tengamos noticias se las comunicaremos. Es posible que tengamos que usar los propulsores, así que traten de sentarse con los cinturones puestos, especialmente tripulación del núcleo en baja gravedad. Repito. Vayan situándose en sus asientos, especialmente pasajeros del núcleo de baja gravedad. Repito. Por algún motivo hemos sufrido una ligera desviación, lo que ha provocado que nos separemos notablemente del rumbo estipulado. Aunque se desconocen las causas, la nave está en perfecto estado...".
Mientras Raimond se apresuraba ya a hablar con una azafata que, acosada, no conseguía avanzar más de un metro sin ser interrumpida, él volvió de nuevo la mirada hacia el relajante vacío luminosamente moteado del otro lado de la ventana. Después de todo estarían pronto en casa. Qué importaban ya 2 horas más, 2 horas menos.
IV. El rayo verde
Observando al sol apagar su fulgor sobre el agua, sentado en lo alto de un acantilado, Azimut reflexionaba ahora, en su amargura, sobre cómo dirigirse a la frontera entre cielo y mar para ver al aproximarse cómo se difuminaba y desaparecía. Sin la conversación amena con ella, trataba de justificar su ausencia. Daba gracias a casi todo cuanto le rodeaba: las gramíneas, fuertes y amarillentas, empujadas por el viento; las raíces de los árboles, el bramido de la espuma al salir escupida de las entrañas de las piedras. Todos los fenómenos le recordaban a Ife.
Comenzó a sentir frío. Las nubes se cernían tras él, cargadas de un azul plomizo. El astro brillante desaparecía ahora y Azimut tendría que resignarse a dormir una noche más, para al día siguiente vivir de nuevo como si nada hubiera pasado, a pesar de que todo había ocurrido fatalmente y la condena de la soledad no desaparecería con el amanecer. Así que se cubrió con la piel por encima del hombro mientras se tendía de costado con la vista fija en el horizonte, la cabeza apoyada en la piedra. El último rayo de sol se proponía dejar a merced de la noche un cielo inmenso y azul oscuro, profundo, sin luna.
Pero en ese momento, casi sin que pudiera decidirse si era ya de noche o quedaba algún rayo del día, una línea se extendió horizontalmente sobre el lecho oceánico, destacando y ensanchando la frontera del mar y el cielo con un maravilloso destello verde. Azimut se incorporó, dándose cuenta de que estaba perfectamente despierto, y contempló semejante maravilla sin apenas pestañear. El rayo se ensanchó y difuminó, adentrándose en el mar, por debajo, y nutriéndose del cielo, por encima. Los cabos sueltos de aquella línea jade brillante se perdían hacia los 2 lados, sin que pudiera uno hallar su terminación. Y en un suspiro, como un escurridizo pez imposible de aferrar a tiempo, desapareció y la noche se hizo con todo.
Pero en ese momento, casi sin que pudiera decidirse si era ya de noche o quedaba algún rayo del día, una línea se extendió horizontalmente sobre el lecho oceánico, destacando y ensanchando la frontera del mar y el cielo con un maravilloso destello verde. Azimut se incorporó, dándose cuenta de que estaba perfectamente despierto, y contempló semejante maravilla sin apenas pestañear. El rayo se ensanchó y difuminó, adentrándose en el mar, por debajo, y nutriéndose del cielo, por encima. Los cabos sueltos de aquella línea jade brillante se perdían hacia los 2 lados, sin que pudiera uno hallar su terminación. Y en un suspiro, como un escurridizo pez imposible de aferrar a tiempo, desapareció y la noche se hizo con todo.
Para Azimut aquello fue una señal. Por un momento, había surgido algo nuevo de donde no había nada, uniendo a dos entidades que parecieran condenadas a no encontrarse nunca. De la frontera indivisible, que Ife había propuesto inexistente, surgió un maravilloso cinturón verde radiante que los comunicó e incluso los fundió parcialmente en un abrazo, para devolver la monotonía de la independencia a los dos grandes azules una vez desapareció. Ife no había podido ver aquello, y Azimut se hundió en una inmensa tristeza mientras volvía a tumbarse y las primeras gotas livianas encontraron su rostro. La negrura le dejó a solas con el romper de las olas.
El rayo verde aparecía de nuevo. Se deleitó por unos instantes con su fusión, su derretirse con la sal y el viento. Pero había algo distinto ahora, algo que no reconocían sus muchas horas de otear el horizonte. Una montaña en la penumbra. De faldas suaves y abombado ascenso, terminada en un fino pico, como un pecho. Parecía flotar sobre el rayo verde y apuntar a la luna, como impulsando su ascenso. Miró a un lado y otro y nada, no había más tierra sobre el mar que aquella. Y cuando trató de volver a poner la mirada sobre ella, abrió los ojos y junto a su cara estaba la fría piedra que le servía de almohada.
No sabía qué significaba todo aquello. Quizás se había vuelto loco. O tal vez aquella montaña existía. Pudo haberla visto realmente junto al rayo verde no dándose cuenta de su presencia, por tener fija la atención en él, hasta que la vio de nuevo en el sueño. ¿Por qué todo ocurría ahora que estaba solo? No podía contar aquello a nadie, ni sabía qué decisión tomar, o qué significado debía tener. Seguro que Ife tendría miles de preguntas, perfectamente nítidas. Quizás debía abandonar aquellas tierras. O podía poner fin a su vida, descansar de los tormentos del recuerdo. Pero si uno sigue vivo aún tiene la oportunidad de hacer algo. Ya sea venganza, empezar de nuevo o hacer algún loco intento, dejarse llevar por los sueños. Él había soñado con aquella alta montaña de nieve blanca. Debía representar a Ife de alguna manera. La única forma de comprobarlo sería ir en su busca. Si moría, habría puesto fin a sus tormentos. Si vivía y no la encontraba, es que había hallado algo con lo que empezar una vida nueva.
V. Retroalimentación
Era su turno. Noté como se me encogía el estómago y mi piel parecía querer salir volando. Sabía que ella no estaría para nada nerviosa. Pero proyectando mi persona a su situación, la angustia era tal, que parecía que me sería imposible andar; ni qué decir sobre realizar saltos mortales en una pista de hielo.
Detenida en el centro del blanco escenario, con los ojos mirando a los focos, al techo, al cielo, Clara se alimentaba de su experiencia, de la repetición y de la tensión de la competición para pasar el trago de los primeros segundos de movimiento. La música le ayudaría durante ese lapso en el que los músculos se imponían a los nervios y comenzaban su asombrosa tarea al 100% de rendimiento. Desde la grada, pude notar en las primeras vueltas de la atleta, mi amiga, por el hielo cómo lo utilizaba para guiarse, cómo los filos de los patines mordían ferozmente el firme y el rozamiento la impulsaba en un arco perfecto, como si una fortísima cuerda la abrazara desde el centro del estadio. Y al mismo tiempo, ejecutando un teatral baile, convertía sus miembros en una metáfora del ser humano y su existencia, de la importancia del individuo y el cuerpo en la sociedad; del concepto ancestral de belleza. Un animal utilizando su anatomía en anarquía total respecto de las reglas de la vida y el cosmos. Esculpiendo la causalidad de la evolución, como propiedad inesperada, emergente, en un ejercicio capaz de dejar absortos a otros como ella. El forjado de un arte, llevando a sus más elevados límites el hierro de los músculos, el acero de los tendones, la flexibilidad del cartílago y el equilibrio de los huesos, bajo el dominio automático, moldeable pero caprichosamente ingobernable, del cerebro.
Todo el estadio disfrutaba del fenomenal espectáculo de Clara, de su dominio y de los matices con los que iba dotando de narración al ejercicio. Una quería rememorarlo todo, inmediatamente, a cámara lenta, pero se encontraba ensimismada con la siguiente figura y el desarrollo de los acontecimientos. El final se acercaba, y la hasta ahora fugaz estrella que había recorrido todo el espacio detuvo su avance en el centro de la pista, comenzando a girar sobre su eje muy rápido. El cambio de posición se ejecutaba como un mecanismo instantáneo, con todas las articulaciones adquiriendo nuevos ángulos y direcciones en un momento indivisible y concertado que hacía de aquel rotatorio objeto un elemento inhumanamente bello. Cada revolución parecía alimentar a la siguiente, acelerándose todavía más el giro. Ya no había una persona, Clara, en la pista, sino una extraña máquina generadora de sentimientos.
Finalmente, la música perdió muchas frecuencias, pero en una armonía muy tensa. Su cuerpo, que todavía rotaba rapidísimo, respondió a la partitura elevándose del suelo con un impulso de la pierna derecha por detrás del cuerpo, lo que hizo que su columna se dispusiera en paralelo con el hielo. La otra pierna siguió el impulso de la primera, estando por un momento todo el cuerpo alineado horizontalmente. El retorno de ambas, una detrás de la otra, condujo al tronco de nuevo a la posición erecta, cayendo las cuchillas sobre la pista en un círculo perfecto, después de un vuelo imposible, a metro y medio del suelo. Con todas sus fuerzas, Clara clavó los filos, arrancando quizás más hielo del que quisiera, y detuvo la rotación junto a un acorde que pospuso la cadencia. Cuando sonó el dominante Clara extendió los brazos hacia el público con una sonrisa. El hielo que había saltado del suelo con el derrape todavía flotaba alrededor de ella. ¿Somos polvo de estrellas? Con todos los potentísimos focos apuntándole, los aplausos y el brillo de diamantes, que perlaba su rostro a causa del sudor y el inesperado rocío, le hicimos saber el estadio entero que se había ganado nuestra piel de pollo, nuestro pelo puercoespinado y, según casos, algunas lágrimas; sin disimulo. El oro lo tenía también asegurado.
Entonces, estando yo aplaudiendo como una loca, mi pierna vibró. Un mensaje del jefe. "Muy importante" era el título. Mientras me alejaba del barullo escaleras arriba pensé que normalmente todos los mensajes se titulaban "Importante" o "Urgente", así este "Muy" debía querer decir algo. Llegué a lo más alto y me escabullí por un pasillo en el que resonaba aún el eco de los vítores. Di la vuelta a la cámara del móvil, apuntando el proyector a la pared, y se abrió rápidamente el correo.
"Muy importante. Tenemos mucho trabajo, y del bueno. Grandes noticias, una puede ser la MÁS importante. Primero, '100 the' ha desaparecido 2 meses después. Segundo, la nave que se esperaba desde que llegó '100 the', y con la que se había perdido la comunicación, sin rastro, ha pedido permiso ya para aterrizar en Europa. Tercero, y esto es totalmente confidencial pero publicable, está todo pactado ya, el Instituto de Supercomputación ha concluido con éxito el primer ordenador cuántico totalmente funcional. Y esa no es la noticia. Parece ser que unas horas después de su primer puesta en marcha para las pruebas definitivas quedó fuera de control y apareció un mensaje en las pantallas, en las 2 del equipo. Te envío aparte el mensaje. Quiero recordarte que es de vital importancia que esto no se difunda antes de la publicación, aunque ya te lo recordará también el encriptado del mensaje. Es un algoritmo poco común, así que asegúrate de descargarte el programa del servidor de la agencia. ah! hay una cosa más. Los amantes de Júpiter han desaparecido también hace unos días. Parece que los sistemas de gobierno de las naves turísticas que estaban cerca de Io detectaron una anomalía gravitatoria durante unas décimas de segundo. Y adivina quien aparece congelado en la imagen: '100 the'. Llámame en cuanto llegue tu vuelo. Hablaremos en persona de esto."
Descargué y abrí rápidamente el programa de desencriptado en el móvil y redirigí la salida al módulo conectado a mi cerebro. Al ponerme el archivo estaba realmente exaltada. Casi me caigo al suelo tras leer esto:
"Este es el primer experimento de retroalimentación de la sociedad humana. Necesitábamos el desarrollo de un ordenador cuántico antes de poder enviar esto. Es una vía muy costosa, pero volveremos a entrar en contacto.
Importante: también hemos visto a '100 the'. No intentéis comunicaros con ellos. Nos encontrarán en la red, más tarde.
Importante: también hemos visto a '100 the'. No intentéis comunicaros con ellos. Nos encontrarán en la red, más tarde.
Primer mensaje: 2120 - 2060".
VI. 2 horas más, 2 meses menos
Qué importaban ya 2 horas más, 2 horas menos.
Sintió en la espalda y los reposabrazos que se habían encendido los propulsores. Habían estado desviados de la ruta tan sólo unos minutos y en seguida les comunicaron que habían recuperado el trayecto y pronto se aterrizaría en Europa, con unas horas de retraso. Raimond se sentó a su lado sonriente y, como era de esperar, demasiado agitado. Tendría que soportar sus tontos comentarios un rato más, sólo un poco más, y ya llegaría a casa, después de un vuelo suborbital y un taxi, y se despelotaría nada más cerrar la puerta, dando grandes zancadas hacia el yacuzzi.
Justo cuando Raimond comenzaba su monólogo estúpido sobre la charla con la azafata y distintas impresiones de otros pasajeros, se quedaron atónitos mirando por la ventana aquello que, estaban seguros de ello ahora, los había desviado. Frente a ellos, y cubriendo la mitad oscura de La Luna (llena en La Tierra), un cuerpo esférico negro se posaba en el espacio. Apenas se podía discernir su contorno y su tamaño, debido a su extrema negrura y a que sólo ofrecía un reflejo especular en un área pequeña de su superficie, pero la superposición con La Luna hacía pensar en un objeto de un tamaño similar a esta al menos. Probablemente, aquella enorme masa los había desviado. Y tuvieron suerte, relativamente, pues podían haberse estrellado con su superficie. No estaba seguro en este momento de cuál era la capacidad de la nave de salir de la gravedad de un cuerpo como aquel. Pero desde luego no era mucha, pues desde la Tierra siempre se usaban lanzaderas que se separaban una vez alcanzada la velocidad crítica.
Todo el mundo en la nave se dirigió entre voces hacia las ventanas de aquel lado: pasajeros, personal, robots, etc. Entonces, unos poco antes que otros, vieron cómo algo alargado y blanco, enorme, aparecía en el lateral del objeto. Esto era indicativo de que estaba rotando. En poco tiempo la franja blanca dejó de ensancharse. Parecía una estructura de planta rectangular, muy homogénea, con forma de 'i' mayúscula. Y entonces otra franja blanca más pequeña comenzó a aparecer por el mismo lado. Esta era curvada y, a medida que aparecía, fue cerrándose en un círculo elíptico dejando en su centro otro círculo más pequeño, negro como la superficie del orbe. Aquello parecía claramente un diez en números arábigos. Otro objeto igual al anterior apareció, "un cien?" pensó, y durante unos momentos no pasó nada más, excepto que el "100" se desplazaba hacia el otro lado de la esfera. Para asombro de todos los testigos, 3 estructuras más fueron apareciendo con la misma frecuencia, poco después. La primera estructura se acercaba ya al otro lateral del objeto, amenazando con desaparecer. Pero las mentes de todos estaban atrapadas en el estupor de ver aquella imagen, aquel mensaje, aquellos símbolos tan extrañamente familiares, esculpidos en la faz de un gigante oscuro llegado de no se sabe dónde ni cómo: '100 the'.
Aquel ya no fue un vuelo normal. Al principio la gente seguía mirando por las ventanas y desplazándose por la nave para poder mantener la vista puesta en la esfera extraña, que seguía emitiendo su mensaje con inusitada regularidad. Otros hablaban por lo bajo con sus compañeros de viaje, probablemente tratando de hacerse una idea de qué era aquello. Otros discutían ya, argumentando a saber qué sandeces sobre el tema. Otros trataban de saber si había comunicación de La Tierra al respecto o si eran los primeros en atisbar aquello y si se iba a informar. Nervios, incluso lágrimas se podían ver. Risas, pocas e inseguras, más de alucinación que de cachondeo. En todas las conversaciones que se podían oir había algo en que todo el mundo estaba de acuerdo: aquellos símbolos eran 3 números y 3 letras concretas. Nadie argumentó otra cosa.
"Incluso la tipografía es jodidamente familiar" le hizo notar a Raimond. Él era de los que estaban hablando en voz baja, tratando de elucubrar qué podría ser aquello. Era la primera vez en todo el viaje que hablaba más que Raimond, el cual parecía querer olvidar, no quería ni siquiera hablar de ello. Tenía miedo. Y le afectaba mucho, al pobre imbécil. Todo el ambiente de la nave parecía estar recuperando un poco la tranquilidad, aunque en realidad lo que ocurría es que todo el mundo estaba ya en ese estado de hablar por lo bajini y deseando coger las maletas rápidamente e irse a sus casas, para retomar la normalidad, muy anhelada ahora. Con Raimond definitivamente en shock, él miraba de nuevo a la oscuridad de allá fuera, sin intención siquiera de echar un ojo hacia el extraño texto sobre el oscuro objeto. Trató de relajarse y pensar de nuevo en su baño, su cena, su vida naturista en el espacio limitado en el que gobernaba su propia anarquía sin límites. Ahora sí que tenía historias que contar. Los amantes de Júpiter, el exitoso negocio, el enorme cuerpo negro con caracteres rotatorios, ... por supuesto no hablaría con nadie del impulso que le sobrevino orbitando el enorme planeta gaseoso. Si por casualidad se enteraban otras personas podrían incluso investigarle.
Y entonces vio en el reflejo de la ventana a una apresurada azafata. Giró el cuello hacia el otro lado como por impulso, para mirarla, y se dio cuenta de que hacía rato que no había ninguna a la vista. Un buen rato. Sonó de nuevo el aviso de comunicación importante a toda la nave y se encendieron los pilotos del canal de radio interno. La voz era del capitán esta vez, y sonaba como hundida, firme pero monótona. Anunció, que debido a causas, también desconocidas, quizás relacionadas con el cuerpo que se habían encontrado antes, el vuelo iba a aterrizar con más retraso del esperado. Pedía por favor a todos que mantuvieran la calma. Habría una limitación de las comunicaciones externas que no debía exaltarles. Todos tendrían su turno para hablar con sus familias y allegados. El retraso era de 2 meses.
Y entonces vio en el reflejo de la ventana a una apresurada azafata. Giró el cuello hacia el otro lado como por impulso, para mirarla, y se dio cuenta de que hacía rato que no había ninguna a la vista. Un buen rato. Sonó de nuevo el aviso de comunicación importante a toda la nave y se encendieron los pilotos del canal de radio interno. La voz era del capitán esta vez, y sonaba como hundida, firme pero monótona. Anunció, que debido a causas, también desconocidas, quizás relacionadas con el cuerpo que se habían encontrado antes, el vuelo iba a aterrizar con más retraso del esperado. Pedía por favor a todos que mantuvieran la calma. Habría una limitación de las comunicaciones externas que no debía exaltarles. Todos tendrían su turno para hablar con sus familias y allegados. El retraso era de 2 meses.
Mierda, pensó. Oyó como un gruñido y vio a Raimond vomitando en el pasillo. Una azafata vino rápidamente. Tenía los nervios a flor de piel y aun así se lo llevó hacia el lavabo mientras un robot comenzaba a limpiar aquello. Él ni siquiera llegó a cruzar la vista con ella. En otro momento le hubiera interpretado la obligada mirada de compasión y "llévatelo, que eres la profesional y sabrás mejor que hacer con él".
Decidió comprobar qué tipo de cóctel abrasador servían en el bar en tales circunstancias. Mientras se acercaba a la barra iba pensando si le indemnizaría el seguro por perder tanto tiempo de vida. Se sentó a beber lo que le sirvieran. Lo extraño de todo esto es que no tenía claro qué pasaría con el contrato, porque con quien había negociado hizo transbordo en la órbita de Júpiter y seguramente habría vuelto a La Tierra antes, evitando aquella bola gigante negra. Gracias a esto, se había convencido, debía haber ya una buena suma de dinero extra en su cuenta. Se había ahorrado incluso las típicas reuniones en las que tomaba el papel de condescendiente sabelotodo con sus propios jefes. Bebió mientras miraba quién más había en el bar. Nada destacable, nadie a quien importunar. No le estaba sentando nada mal el trago después de todo. Qué importaban ya 2 meses menos, 2 meses más.
Decidió comprobar qué tipo de cóctel abrasador servían en el bar en tales circunstancias. Mientras se acercaba a la barra iba pensando si le indemnizaría el seguro por perder tanto tiempo de vida. Se sentó a beber lo que le sirvieran. Lo extraño de todo esto es que no tenía claro qué pasaría con el contrato, porque con quien había negociado hizo transbordo en la órbita de Júpiter y seguramente habría vuelto a La Tierra antes, evitando aquella bola gigante negra. Gracias a esto, se había convencido, debía haber ya una buena suma de dinero extra en su cuenta. Se había ahorrado incluso las típicas reuniones en las que tomaba el papel de condescendiente sabelotodo con sus propios jefes. Bebió mientras miraba quién más había en el bar. Nada destacable, nadie a quien importunar. No le estaba sentando nada mal el trago después de todo. Qué importaban ya 2 meses menos, 2 meses más.
VII. Tenerife
Había navegado varias semanas, impulsado por un pequeño velamen de su balsa. Había encontrado tierra al fin, cuando sólo le quedaban unos puñados de frutos secos y unos sorbos de agua. Había pensado quedarse viviendo en ese lugar, pues ya casi había olvidado el sueño y la montaña. Tras una larga peregrinación hacia el norte, se había quedado petrificado al ver, por fin, al otro lado de un brazo de mar, la punta nevada, las laderas en las que se distinguía verde y castaño, plantas y suelo; y cómo aquella montaña, la de sus sueños, parecía formar una isla cuyos costados descansaban sobre el océano.
Hacia arriba tus cerros,
con sus verdes espuelas, sus morenos
ijares, sueltas en el viento rubio
las bridas trinadoras de los pájaros.*
Tras construir de nuevo una balsa y llegar exhausto a la isla, había emprendido la caminata hacia la cumbre. A los pocos metros de ascenso, miró hacia el lugar de donde venía, a través de los pinos, y comprobó que también aquel sitio debía ser una isla. Atravesó penosos caminos llenos de piedras extrañamente ligeras pero dolorosas al pisar sus numerosas irregularidades y puntas. Luego trepó por cuestas inclinadas en las que el suelo parecía arena, y por cada dos pasos que dio anduvo uno. Finalmente alcanzó la nieve de la cima y en ella había un pequeño cráter.
Hacia arriba tus valles atrevidos
como si una gran mano los llevase
desde la azul rodilla de las aguas
hasta los altos muslos de tus nieves.*
Como había esperado, hacía frío allí arriba. Se había traído de la otra isla algunas pieles de cabra y construyó una pared en un lateral del interior del cono, cerrando un pequeño habitáculo dentro de éste.
Desde la cima había una espectacular panorámica de lo que eran en realidad un pequeño conjunto de al menos 5 islas. Notó que había en la montaña un extraño olor, perceptible sobre todo en el cráter, protegido del viento. Esperó y anocheció. Y amaneció, esperó, y de nuevo cayó el sol; y volvió a salir. La vista era siempre distinta y abrumadora. A veces un mar de nubes cubría todo hasta el horizonte. Otras veces una liviana parecía pegarse al cráter, como un sedoso sombrero blanco, mientras el resto del océano lucía brillante bajo un cielo completamente despejado. Las otras islas se arropaban a veces también en un algodonado abrigo, como pelotas blancas aplastadas rodeadas de azul marino. En la que él estaba había unas zonas de verde espesor hacia el este, a lo lejos. Hasta ellas descendía una sierra llena de pinos, que descargaba sus lomas hasta el mar por ambos lados, hacia el norte y hacia el sur. Hacia el oeste había un cráter no mucho más abajo de donde él estaba pero mucho más grande. Hacia el sur se cerraba una gran caldera, como un plato gigantesco, rodeado de paredes verticales por todas partes y no formando un círculo sino dos, como si uno estuviera eclipsando al otro.
Hacia arriba tus días trepadores,
tus prisas cenitales, tus montañas
escaladoras de águilas y nubes.*
No pudiendo dormir una noche, debido al frío, pensó en bajar al día siguiente a los bosques de pinos para poder encender hogueras, dormir guarecido y comer caliente. No estaba seguro de querer volver a este lugar a esperar. Luego se durmió y cuando despertó, ya bien entrada la mañana, subió a la cresta circular del cráter para comer nieve. Entonces lo vio, delante de él. Una gran esfera negra flotaba en el cielo celeste. Su tamaño era enorme e incluso el mar parecía afectado con su presencia ya que la línea del horizonte se curvaba más de lo habitual justo por debajo de él, como imitando su curvatura simétricamente. Permanecía inmóvil, al parecer, excepto 3 extrañas marcas blancas que iban desplazándose lentamente a la izquierda. Rápidamente, al ver que una de ellas desparecía, trató de copiar en la nieve, con los dedos, la forma de la que estaba más a la derecha. Consiguió dibujar también la siguiente justo antes de que empezara a desaparecer por el costado.
he
No había nada ya sobre el atezado orbe, que ahora era completamente homogéneo en su superficie. Miró su dibujo en la nieve de nuevo y nada, no sabía qué podían ser aquellas formas. Trató de mirarlas desde el otro lado, se puso de pie, de cuclillas, las dibujó cambiadas de posición, pero nada. Empezaba a lamentarse por no haber copiado rápidamente la primera marca cuando desde el otro costado de la esfera comenzaron a aparecer de nuevo. Esta vez tuvo tiempo para copiar, y trató de retratar cada detalle, de los escasos que tenían, ciertamente. Incluso se esforzó en calcar la separación entre aquellos símbolos. Volvieron a desaparecer por el lado contrario. Él se alejó de sus trazos, esperanzado nuevamente en entender aquello. Tan sólo se dio cuenta de que estaban agrupados de 3 en 3.
100 the
Eran símbolos o formas sencillas, como de un lenguaje o un pictograma. En ningún caso parecía ser ningún tipo de dibujo. Pensó que quizás fueran simplemente estructuras sobre aquel cuerpo, algún tipo de valles o montañas extrañas, verdaderamente raras con ese color tan blanco contrastado con el firme negro de fondo.
Empezó a anochecer y no había cambios. Aquello seguía en el mismo sitio, los símbolos giraban a su alrededor y Azimut no hallaba respuestas. Ni siquiera preguntas. Y se acordó de Ife. Una enorme angustia se adueñó de él. Otra vez solo, en una tierra cercada por el mar, esperando que un objeto extraño, que ninguna historia antigua mencionaba, le dijera algo con significado. Había encontrado aquella montaña que apareció en sus sueños, luchando contra los impulsos de quitarse la vida, para de nuevo no obtener nada a cambio, sino dolor, nostalgia y un vacío atroz que le oprimía ahora terriblemente las sienes. Un mensaje que no entendía, un astro tan llano y simple, tan hueco; ni siquiera se le ocurría por donde podría empezar a plantearse las dudas, más allá de "de dónde viene", "por qué está ahí", "qué es y qué son las formas blancas sobre él". ¿Cómo empezar a abordar semejantes dilemas sin más pistas? Las lágrimas rebosaron y cayó rendido sobre su peso, sentándose en la roca nevada. Susurró levemente "Tenerife".
Desde entonces tu sombra da la vuelta
alrededor de cráteres lunares.
Pero ahora que nos hemos encontrado,
isla, madre, mujer, volcán, destino,
ven a dormir tu soledad de siempre
-oh amada de la noche y la distancia- en
el tibio silencio de mis brazos.*
Despertó con un atronador bramido que hizo retumbar el cráter y su pequeño refugio. Salió rápidamente, perdiendo algunas pieles por el camino, helado de frío. Era todavía de noche. La tierra tembló de nuevo. Un surtido de piroclastos eran expelidos violentamente, un poco por debajo de la cima. Por el mismo agujero de donde salían guijarros y rugidos, unas pesadas lenguas rojas escupían ascuas que flotaban caóticamente en el aire como encendidas luciérnagas. Empezaron a aglutinarse cuerpos densos, formando deformes apéndices cenicientos que emitían extraños crujidos, para acabar estallando por dentro. Una gran explosión de nuevo y el suelo se despegó de sus pies. Aturdido, se levantó y corrió, acercándose un poco en dirección a las columnas de vivo fuego que se arrastraban ladera abajo. Su único refugio era la altitud. La isla parecía cobrar vida. Las piedras se contorsionaban y en rarísimas formas se acumulaban y crecían, crepitando. Secos chasquidos le hacían testigo del partirse de las rocas. El olor fétido era ahora más insoportable y de vez en cuando reventaba de nuevo el suelo, expulsando de su vientre peñascos enormes que volaban vomitando llamas. Sintióse diminuto. La montaña se agitaba, como revolviéndose con una enfermedad mortal. Los dedos purulentos seguían surgiendo de las profundidades, como si fueran de gigantes enterrados que despertaran ahora, tratando de derribar su sepulcro, quebrar la roca y bramar libres, inflamando el aire.
Romería de piedra enamorada
desde el mar a la cumbre. Esa es la isla,
que recoge la falda de la espuma
para ganar los áticos que vieron
brotar del pecho virgen de la roca
el silbo ardiente de un pezón de humo.*
Cuando hubo amanecido ya no temblaba la tierra. Aún había rocas reptando, un intenso olor hiriente, humos por doquier y algunas espesas ascuas. La ladera de la montaña se veía negra y moldeada, nueva, con una inmensa lengua viperina verrugosa que descendía hacia el océano. En el cielo: la cara incompleta de la luna y la esfera negra. La observó Azimut con indiferencia. Le venían a la mente todavía los temblores de hace unas horas. Recordó entonces una sensación perdida, cuando pescando con su padre en invierno creían caer de la balsa y se veían engullidos por las olas espumosas que rabiosamente les embestían. Lucharon siempre contra aquellas fuerzas incontenibles e impenitentes, como lo hizo él anoche contra el miedo instintivo que le invadió al retorcerse y bramar la montaña. Comprendió entonces que, como humano, había guerras de las que no era partícipe, que le superaban. Para aquellos titánicos contendientes era invisible, como lo eran para él las hormigas o los escarabajos durante una batalla. Y aquella esfera negra, aquel maldito orbe, seguramente sólo era una broma, un mal chiste de un dios aburrido, que enviaba un mensaje a un ente de su misma calaña, capaz de comprender un designio más allá del tiempo, el espacio y la mente del hombre.
Epílogo de Azimut
Todas las mañanas, al salir de su cueva, veía aquel astro oscuro. Una brizna de curiosidad pasaba levemente por su mente. Pero pronto se ponía en camino a ordeñar las cabras, que pastaban libres en los barrancos, y recolectaba frutos que compartía luego con los que eran, desde hacía poco, su nueva familia. Sólo de vez en cuando volvía los ojos hacia la montaña, de cuya cima las nieves habían casi desparecido. Unos días después la esfera negra ya no estaba, y no estuvo seguro Azimut de darse cuenta en seguida.
* Poema de Pedro García Cabrera - Isla y mujer
http://gargamelle.wordpress.com/2010/10/09/pedro-garcia-cabrera-isla-y-mujer/
Hacia arriba tus días trepadores,
tus prisas cenitales, tus montañas
escaladoras de águilas y nubes.*
No pudiendo dormir una noche, debido al frío, pensó en bajar al día siguiente a los bosques de pinos para poder encender hogueras, dormir guarecido y comer caliente. No estaba seguro de querer volver a este lugar a esperar. Luego se durmió y cuando despertó, ya bien entrada la mañana, subió a la cresta circular del cráter para comer nieve. Entonces lo vio, delante de él. Una gran esfera negra flotaba en el cielo celeste. Su tamaño era enorme e incluso el mar parecía afectado con su presencia ya que la línea del horizonte se curvaba más de lo habitual justo por debajo de él, como imitando su curvatura simétricamente. Permanecía inmóvil, al parecer, excepto 3 extrañas marcas blancas que iban desplazándose lentamente a la izquierda. Rápidamente, al ver que una de ellas desparecía, trató de copiar en la nieve, con los dedos, la forma de la que estaba más a la derecha. Consiguió dibujar también la siguiente justo antes de que empezara a desaparecer por el costado.
he
No había nada ya sobre el atezado orbe, que ahora era completamente homogéneo en su superficie. Miró su dibujo en la nieve de nuevo y nada, no sabía qué podían ser aquellas formas. Trató de mirarlas desde el otro lado, se puso de pie, de cuclillas, las dibujó cambiadas de posición, pero nada. Empezaba a lamentarse por no haber copiado rápidamente la primera marca cuando desde el otro costado de la esfera comenzaron a aparecer de nuevo. Esta vez tuvo tiempo para copiar, y trató de retratar cada detalle, de los escasos que tenían, ciertamente. Incluso se esforzó en calcar la separación entre aquellos símbolos. Volvieron a desaparecer por el lado contrario. Él se alejó de sus trazos, esperanzado nuevamente en entender aquello. Tan sólo se dio cuenta de que estaban agrupados de 3 en 3.
100 the
Eran símbolos o formas sencillas, como de un lenguaje o un pictograma. En ningún caso parecía ser ningún tipo de dibujo. Pensó que quizás fueran simplemente estructuras sobre aquel cuerpo, algún tipo de valles o montañas extrañas, verdaderamente raras con ese color tan blanco contrastado con el firme negro de fondo.
Empezó a anochecer y no había cambios. Aquello seguía en el mismo sitio, los símbolos giraban a su alrededor y Azimut no hallaba respuestas. Ni siquiera preguntas. Y se acordó de Ife. Una enorme angustia se adueñó de él. Otra vez solo, en una tierra cercada por el mar, esperando que un objeto extraño, que ninguna historia antigua mencionaba, le dijera algo con significado. Había encontrado aquella montaña que apareció en sus sueños, luchando contra los impulsos de quitarse la vida, para de nuevo no obtener nada a cambio, sino dolor, nostalgia y un vacío atroz que le oprimía ahora terriblemente las sienes. Un mensaje que no entendía, un astro tan llano y simple, tan hueco; ni siquiera se le ocurría por donde podría empezar a plantearse las dudas, más allá de "de dónde viene", "por qué está ahí", "qué es y qué son las formas blancas sobre él". ¿Cómo empezar a abordar semejantes dilemas sin más pistas? Las lágrimas rebosaron y cayó rendido sobre su peso, sentándose en la roca nevada. Susurró levemente "Tenerife".
Desde entonces tu sombra da la vuelta
alrededor de cráteres lunares.
Pero ahora que nos hemos encontrado,
isla, madre, mujer, volcán, destino,
ven a dormir tu soledad de siempre
-oh amada de la noche y la distancia- en
el tibio silencio de mis brazos.*
Despertó con un atronador bramido que hizo retumbar el cráter y su pequeño refugio. Salió rápidamente, perdiendo algunas pieles por el camino, helado de frío. Era todavía de noche. La tierra tembló de nuevo. Un surtido de piroclastos eran expelidos violentamente, un poco por debajo de la cima. Por el mismo agujero de donde salían guijarros y rugidos, unas pesadas lenguas rojas escupían ascuas que flotaban caóticamente en el aire como encendidas luciérnagas. Empezaron a aglutinarse cuerpos densos, formando deformes apéndices cenicientos que emitían extraños crujidos, para acabar estallando por dentro. Una gran explosión de nuevo y el suelo se despegó de sus pies. Aturdido, se levantó y corrió, acercándose un poco en dirección a las columnas de vivo fuego que se arrastraban ladera abajo. Su único refugio era la altitud. La isla parecía cobrar vida. Las piedras se contorsionaban y en rarísimas formas se acumulaban y crecían, crepitando. Secos chasquidos le hacían testigo del partirse de las rocas. El olor fétido era ahora más insoportable y de vez en cuando reventaba de nuevo el suelo, expulsando de su vientre peñascos enormes que volaban vomitando llamas. Sintióse diminuto. La montaña se agitaba, como revolviéndose con una enfermedad mortal. Los dedos purulentos seguían surgiendo de las profundidades, como si fueran de gigantes enterrados que despertaran ahora, tratando de derribar su sepulcro, quebrar la roca y bramar libres, inflamando el aire.
Romería de piedra enamorada
desde el mar a la cumbre. Esa es la isla,
que recoge la falda de la espuma
para ganar los áticos que vieron
brotar del pecho virgen de la roca
el silbo ardiente de un pezón de humo.*
Cuando hubo amanecido ya no temblaba la tierra. Aún había rocas reptando, un intenso olor hiriente, humos por doquier y algunas espesas ascuas. La ladera de la montaña se veía negra y moldeada, nueva, con una inmensa lengua viperina verrugosa que descendía hacia el océano. En el cielo: la cara incompleta de la luna y la esfera negra. La observó Azimut con indiferencia. Le venían a la mente todavía los temblores de hace unas horas. Recordó entonces una sensación perdida, cuando pescando con su padre en invierno creían caer de la balsa y se veían engullidos por las olas espumosas que rabiosamente les embestían. Lucharon siempre contra aquellas fuerzas incontenibles e impenitentes, como lo hizo él anoche contra el miedo instintivo que le invadió al retorcerse y bramar la montaña. Comprendió entonces que, como humano, había guerras de las que no era partícipe, que le superaban. Para aquellos titánicos contendientes era invisible, como lo eran para él las hormigas o los escarabajos durante una batalla. Y aquella esfera negra, aquel maldito orbe, seguramente sólo era una broma, un mal chiste de un dios aburrido, que enviaba un mensaje a un ente de su misma calaña, capaz de comprender un designio más allá del tiempo, el espacio y la mente del hombre.
Epílogo de Azimut
Todas las mañanas, al salir de su cueva, veía aquel astro oscuro. Una brizna de curiosidad pasaba levemente por su mente. Pero pronto se ponía en camino a ordeñar las cabras, que pastaban libres en los barrancos, y recolectaba frutos que compartía luego con los que eran, desde hacía poco, su nueva familia. Sólo de vez en cuando volvía los ojos hacia la montaña, de cuya cima las nieves habían casi desparecido. Unos días después la esfera negra ya no estaba, y no estuvo seguro Azimut de darse cuenta en seguida.
* Poema de Pedro García Cabrera - Isla y mujer
http://gargamelle.wordpress.com/2010/10/09/pedro-garcia-cabrera-isla-y-mujer/